Por
Jeannette Miller
Conocí a César Curiel y a Yuyo Sánchez cuando casi
terminaban la carrera de arquitectura. Habían entrado al Taller de Pácido Piña en
1982, después de haber recibido clases en la UASD con Erwin Cott, Vicente
Tolentino, Domingo Liz, Milán Lora, Luis Despradel y otros, lo que les aportaba
una formación heterogénea que ayudaría en su futura carrera como arquitectos.
Inmediatamente los veías, te dabas cuenta de que
formaban un dúo que se complementaba de una manera armónica y productiva.
Amigos, casi hermanos, la diferencia de temperamentos era lo que ayudaba al
ajuste de personalidades, y a esa
capacidad de equilibrarse profesionalmente que ha ido creciendo con los años.
Mis nexos con la arquitectura se resumen a la
simple admiración ante estructuras que de momento se levantaban en espacios
urbanos, y que tenían, algunas, el
poder de modificar el lugar. Por otro lado, mi memoria casi niña -década de 1950- rescataba los diseños
de las casas de Gazcue, y el impacto que hicieron en mi preadolescencia el Jaragua, el Jaraguita, La Metralla y, desde luego, el monumental complejo de la Feria de la Paz, conocido hoy como Centro de los Héroes.
Todo esto comencé a entenderlo durante esos anocheceres
brumosos, en que el filósofo y humanista Tongo Sánchez, mi tío, hacía apartes con Guillermo González en las reuniones de
escritores, pintores y arquitectos – a las que me llevaba-, y yo oía hablar de
la Bauhaus, de los conceptos del modernismo, de la particularidad de la nueva
arquitectura mexicana, de los edificios escultura, del estilo tropical… También supe del apasionamiento de
Guillermo González por la pintura
y la fotografía.
Por otro lado, Amable Frómeta vivía en la esquina de mi
casa y Manolito Baquero y Gay Vega
eran amigos de mi familia; es decir, que el término arquitectura y algunas de
sus corrientes, se convirtieron en algo natural y cotidiano para mí.
La convulsión de la década de 1960, no me permitió continuar esas vivencias placenteras, pero los setenta me trajeron la amistad de Arnau
Bross, Plácido Piña, Jhonito Caminero, Miguel Vila, Héctor Tamburini, Federico
Fondeur y otros arquitectos jóvenes; los dos primeros en el Taller 13 de la
Arzobispo Nouel, al lado de la tienda Mimosa; y los tres últimos compartiendo
el local de la Galería Proyecta, espacio donde exhibían exclusivamente sus
miembros: Ada Balcácer, Domigo Liz, Ramón Oviedo, Peña Defilló, Mario Cruz,
Lepe, Thimo Pimentel y Félix Gontier, algunos de ellos, profesores de dibujo de la generación
Sánchez-Curiel.
Yo
dirigía la Galería que estaba
ubicada con el frente hacia la Isabel la Católica, mientras que el
Taller Vila, Fondeur, Tamburini, -que entonces diseñaba el Museo de Historia Natural- miraba hacia la Plazoleta de los Curas.
Taller Vila, Fondeur, Tamburini, -que entonces diseñaba el Museo de Historia Natural- miraba hacia la Plazoleta de los Curas.
No me voy a detener en los personajes aledaños. Sí,
recordar que Rosita Meléndez, abrió su tienda de muebles de época, La Casona, a
unos pasos del Taller 13, y que allí presentaba Juan Bosch sus libros y Gilberto
Hernández Ortega sus exposiciones, en noches iluminadas, donde Rafael Calventi,
recién llegado de Italia, daba sus explicaciones sobre las construcciones de Pier
Luigi Nervi, y Domingo Liz, -pintor,
escultor y dibujante- le discutía a Gay Vega, propuestas arquitectónicas. Luego Liz y Vega fueron vecinos en el
Ozama y cada uno diseñó de forma diferente su amor por el río. Creo que nosotros, los más jóvenes, no nos
dábamos cuenta de que estábamos viviendo una época de oro, que formó parte de
la transición del Moderno al Postmoderno en nuestro país
Cuando en 1977, Plácido Piña abrió su taller en el Bloque
7 No. 24 de la Feria I, poco
tiempo después, yo me quejaba de que
en mi casa no tenía dónde poner mis libros ni mi maquinilla, a lo que él, con esa
solidaridad que lo define, me contestó -Pero
llévalos al Taller, que ahí nadie te va molestar. Dicho y
hecho. Desde entonces, -1983- mi estudio,
está ubicado en ese mismo lugar.
Cuando sus colegas preguntaban -y todavía preguntan-
¿Qué hace Jeannette Miller, en una oficina de arquitectos? Invariablemente
contestaba: Hemos aplicado el criterio de Ricardo
Bofill, que en 1963, en Barcelona,
fundó su taller con arquitectos, ingenieros, sociólogos filósofos y poetas, entre quienes se
encontraba José Agustín Goitysolo… También
recuerdo que el poema El lobito bueno
de Goytisolo, que luego hizo canción Paco Ibáñez, se convirtió en una especie
de himno que repetía a cada rato.
Al entrar la década de 1980 y después de haberse
efectuado un crecimiento de la ciudad hacia el Oeste, las construcciones se
hacían cada vez más verticales y paulatinamente se repartían entre Naco,
Piantini, Paraíso, Fernández y Evaristo Morales.
En el libro 60 Años Edificados: Memoria de la
Construcción de la Nación, el arquitecto Delmonte Soñé afirma: “Al entrar la década de 1980, la búsqueda de una arquitectura que nos
definiera como conglomerado humano y como país fue una de las principales
motivaciones para los nuevos arquitectos. Hombre, paisaje, hábitat debían ser
consecuentes entre sí, aplicándose los logros de la tecnología, pero utilizando
elemento propios para el diseño y construcción de viviendas, edificios,
enclaves hoteleros, etc. Las
propuestas postmodernas que defendían la memoria histórica y los elementos con que
el hombre se identificaba, combatiendo la frialdad de lo moderno, fueron
calando en los arquitectos emergentes, lo que llevó a una revisión de lo que
hasta entonces se proponía como la escuela arquitectónica dominicana: el
modernismo.”
Para mencionar sólo
dos construcciones que me impactaron y que fueron base para lo cambios que
vendrían, mencionaré el BHD de la Winston Churchill con 27, de Plácido Piña; y
la cafetería Barrauno en la Lope de Vega, de Oscar Imbert.
En la segunda mitad
del decenio de los 80, la adopción del lenguaje posmoderno alcanzó las
propuestas comerciales e institucionales. La arquitectura habitacional ya se
concebía vertical, para aprovechar el espacio en una ciudad que crecía sin
planificación urbana y donde aumentaba la demanda. Eran los mismos arquitectos
quienes tenían que pensar en el emplazamiento de sus diseños y en lo que les
rodeaba.
César Curiel y Yuyo
Sánchez inician su trabajo desde 1982, y cuatro años después, en 1986, crean la
firma Sánchez y Curiel, donde no sólo actuaban como arquitectos, sino como
constructores y promotores.
Distintas residencias
de la capital y en el interior del país comenzaban a promocionar su firma. Recuerdo uno de los primeros
proyectos, Residencias Laura (1985), cinco
casas de tres niveles que
resultaban en aprovechamiento de espacio y privacidad, por la orientación de
las fachadas, y la distribución de los ambientes sociales con las habitaciones en distintos pisos.
Pero fue con la serie
de las torres D (2001), donde Sánchez y Curiel lograron una solución
paradigmática para la construcción de viviendas verticales en Santo Domingo. En
ellas, la búsqueda del equilibrio externo como forma y la funcionalidad interna
(amplios espacios con visibilidad del paisaje, división radical entre las áreas
sociales y las habitaciones con privacidad garantizada) produjo una demanda
tal, que sorprendió a la firma. Muchas veces me sonrío al ver la cantidad de
seguidores que ha tenido ese diseño.
En los Aqua (Towers
-2008- y Loft -2007-) de Juan Dolio, el reto era distinto, apartamentos de
veraneo frente al mar; la solución fue un estilo ecléctico: luz, ventilación,
espacios internos donde el agua, las plantas, o las celosias a gran escala,
rompían la dureza del concreto, integrando el estilo urbano con los elementos
propios de un trópico magnificente.
En sus últimos
proyectos (Rancho Arriba 8, Casa de Campo -2011-, con premios nacionales e
internacionales), los elementos ya utilizados evolucionan y se enriquecen en
interiores donde los techos a dos aguas soportados por madera, suavizan el
entorno dinamizando una memoria vivencial que refuerza la vivienda dominicana.
Al mismo tiempo, las
fachadas de sus torres D habían ido cambiando; como ejemplo reciente el D-28
(2011), donde el blanco “burgués” de sus antiguos exteriores, asumió el rojo,
el negro y el gris, para crear volumetrías con el efecto del color. Igualmente
las vidrieras, unas opacas, otras translúcidas producen reflejos distintos y móviles que
definitivamente, particularizan la obra.
La belleza imponente
de los Veiramar (2005-2010-); la poética vernácula que conjugan los Aqua y
Rancho Arriba; pero no en menor
sentido, la elegante dignidad de las fachadas de las torres D, son elementos
suficientes para valorar el trabajo arquitectónico de Sánchez y Curiel, quienes
realmente se han convertido en un punto a seguir en la arquitectura dominicana
de hoy
Y esto viene
acompañado por un alto sentido de cumplimiento y seriedad en los procesos de
entrega de sus edificaciones; lo que ha sellado su firma como una de las más
confiables en el mercado inmobiliario actual.
La propuesta de un diseño
inclusivo y plural trabajado en discusión con un equipo liderado por ellos,
confirma las afirmaciones del arquitecto cubano José Antonio Choy López, en su
introducción a esta monografía.
1. Sánchez
y Curiel aprovechan los logros del movimiento moderno dominicano y los adaptan
a las nuevas necesidades de la sociedad, tomando en cuenta el temperamento
caribeño y su estilo de vida extrovertido y flexible, lo que es evidente en los
edificios D.
2. Sánchez y Curiel aplican la tradición y lo
vernáculo en sus villas de veraneo, participando este concepto en la serie
Aqua, donde es evidente la herencia de nuestra arquitectura doméstica y
popular.
3. Sánchez y Curiel proponen una renovación de la
imagen que lleva implícita nuevas propuestas o estilos de vida, por lo que han
transformado el monótono mercado inmobiliario de la capital dominicana.
No puedo dejar a un
lado el proceso de integración humana que se da en la oficina donde todos trabajamos;
naturalmente, ocupando espacios distintos.
Un espíritu positivo
acoge a los jóvenes que se integran, para luego irse fuera o formar su propio
estudio, aunque nunca dejan de regresar para visitar al grupo e intercambar
ideas y opiniones. Los dos últimos arquitectos que han llegado al Taller, César
Antonio y Andrés Eduardo, hijos de César y Yuyo, ya comienzan a despegar con
sus propios diseños.
Ese conglomerado de
trabajo y buena voluntad se completa con el eterno e insustituible Pablo de la
Mota, y un grupo de colaboradores formado por Karina García, Rocío Marchena,
Adolfo Rodríguez, Roberto Prieto, Ernesto Morel, José Minaya, Elio Fernández,
Félix Mármol… y el personal de oficina, que cada día crece más.
Mirando hacia atrás,
confirmo cómo cada época tiene valores insustituibles. Porque ahora, cuando me
despierto, y la suma de los años me empuja a la mecedora frente al patio,
cegada por el verdor de las hojas y la brisa, hago un esfuerzo, me incorporo, y enfilo hacia el Taller,
segura de que allí encontraré la energía que me permitirá continuar con mi trabajo.
Por todo esto
celebro la calidad de esta publicación, compartida con la firma Moré y
Wise, como parte de una serie de trabajos monográficos que confirman la importancia
de Arquitexto en las investigaciones y ediciones relativas a esta disciplina.
Hoy, que la
arquitectura dominicana crece como nunca, respondiendo a las demandas y
estrategias de un mundo global y digital, caer en lo mediocre, resulta el
riesgo nuestro de cada día.
César Curiel y Yuyo
Sánchez han sabido sortear ese peligro, y a base de un
trabajo en equipo planificado, sopesado, investigativo, abierto y plural, han
logrado beneficiar los espacios
urbanos de la Capital donde se encuentran sus edificaciones, con una
arquitectura de calidad que se inserta en el mejor diseño contemporáneo nacional.
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