El primer día que me dijeron
que Trujillo era un asesino ya mi padre había muerto. Me lo dijo Hombrecito, un genio que se
había hecho mi amigo y que mientras destripaba a Trujillo y a sus adláteres con
una lengua bífida y sabia llena de alusiones filosóficas, literarias y
políticas, dejaba caer su manita de muñeco sobre mi rodilla, cuando
encaramados en el murito que quedaba frente al palo de luz nos sentábamos
todos, hembras y varones, más varones que hembras, a recitar poemas, cantar
canciones, mirarnos de soslaylo… hasta que yo le quitaba la mano con un empujón
y él se reía como a quien no le importa, pero yo sabía que en el fondo de su
alma le había partido el corazón.
En menos de veinticuatro horas ya sabía
que a mi padre lo habían matado, cómo y porqué había sido; y desde entonces
una inconformidad amarga me ha ocupado la existencia trayéndome por una calle
empinada y angosta que todavía no vislumbra su fin.
Hombrecito era casi un enano, pero tan
inteligente y culto que no había quien lo conociera y no cayera en la trampa de
su permanente capa negra forrada de rojo que lo convertía en un Drácula de
Liliput -con todas las implicaciones de banquetes y libaciones extremas del
vampiro- sin nunca olvidar sus atribuciones de un sadismo vocacional, que oído de sus labios, daba
ganas de reír.
Guapo como abeja de piedra, su
temperamento enérgico y decidido le ganó el apodo de Hombrecito, aunque de
pequeño lo habían bautizado como José.
Como equilibrio a su pequeña anatomía
era pintor de murales, y más de una vez alcancé a verlo, montado en andamios
enormes, trazar sobre paredes y techos monumentales líneas negras de un grosor
insospechado para definir los gestos de sus soldados rasos que se conmovían
ante la pobreza de los demás.
Nunca se quitaba la capa porque le
servía para disimular el grajo de varios días y también para
arroparlo cuando de madrugada, al salir de los tugurios más infames de la
ciudad, se quedaba recostado en cualquier zaguán y al poco rato caía con la boca abierta para arrellanarse en el suelo, como si el
piso duro y maloliente fuera un colchón de plumas, y sólo se movía para con un
gesto rápido taparse de un jalón con la sábana-capa que lo protegía de los
mosquitos, la lluvia, las cucarachas y algún ratón curioso que merodeando a su
alrededor decidía dejar quieto a ese marchante, que parecía ser su primo
hermano, sólo que con una estatura mucho mayor.
Yo lo quise mucho y permanentemente le
agradecí que me abriera los ojos de un tirón, esgrimiendo una valentía
inusitada ante mí, que sí, era hija de un enemigo del régimen, pero también
sobrina de un adepto, y que como estaban las cosas en esa época, nadie le
aseguraba que no resultara una soplona identificada con el poder del militar.
Sinembargo, él me ayudó a darle forma a esa inconformidad que no me dejaba
quieta y a partir de entonces fui una opositoria como la que más.
Al cabo de muchos años, cuando ya
habíamos conocido el Continente Viejo y regresábamos de la inocencia, Hombrecito
sorpresivamente murió. Dijeron que fue un paro cardíaco producto del régimen de
desintoxicación al que lo habían sometido y que, un atardecer, al entrar a la
piscina donde hacía ejercicios relajantes, se quedó sentado en la orilla para
después ladearse suavemente hasta que el agua primero le mojó la cabeza y luego
se la tapó.
Muchos quedaron afligidos por el amigo
sincero y por el hombre de inteligencia inmensurable. Entre sollozos tranquilos
recordaron su afición por Wagner, por Mao, por Alfaro Siqueiros, por Saint John
Perse… Otros lo denostaron como un inútil y borrachón, comunista amargado de
lengua viperina, mientras la familia se llevaba el cadáver a un cementerio
lejano donde nunca lo hemos podido visitar.
Ahora, que puedo mirar hacia atrás sin
que una nebulosa me descomponga los recuerdos, al tratar de poner cada cosa en
su lugar, confirmo ante mí misma que pocos amigos fueron como él. Todavía su
voz resuena en mis oídos cuando la vida se me pone gris turquesa, en esas
tardes de playas extendidas en que la tristeza me invade tratando de socavar lo
poco de presente que he podido construir.
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