Palabras de Jeannette Miller al recibir el Premio Nacional de Literatura 2011
Miembros de la mesa de honor,
Público presente,
Amigas y amigos:
Le doy gracias a Dios por permitirme estar hoy aquí, en este momento y en este lugar, para recibir el reconocimiento más alto que se concede en nuestro país en el orden de las letras: el Premio Nacional de Literatura, que otorga la Fundación Corripio y el Ministerio de Cultura.
Desde muy pequeña me enamoré de la escritura, el culpable fue mi padre, Fredy Miller, cuando se sentaba sin decir una palabra frente a su máquina Underwood, negra y plata, para golpear las letras a una velocidad que perforaba el papel, deteniéndose a veces, quitándose los lentes gruesos como fondo de botella, y leyendo lo escrito para luego tachar con una pluma fuente lo que quería eliminar. Yo, con cinco o seis años, me quedaba arrobada, y ante la prohibición de mi abuela de que no le pusiera la mano a esa máquina, me decidí a usar lápiz y papel para garabatear mis primeros versos.
A partir de entonces mi niñez transcurrió aparentemente solitaria, pero acompañada por los libros que mi padre me prestaba y también por los que no me prestaba: los hermanos Grimm, Edgar Allan Poe, Ernest Hemingway… Cada vez más escribía en unos cuadernos azules que iba numerando para guardarlos y sólo leer a solicitud de mis abuelas, cuando había luna llena y ellas como un coro griego se balanceaban en sus mecedoras, y me escuchaban llenas de aprobación.
Ya adolescente Juan Francisco Sánchez (Tongo), filósofo, músico y Decano de la Facultad de Filosofía y Letras, continuó el estímulo que había iniciado mi padre, elaborándome listas con los libros que debía leer, hasta que me adoptó como su acompañante a las tertulias literarias que se realizaban en casa de don Pepé Ortega o de don Cundo Amiama. Allí, mi amor por las artes se alimentó oyendo las teclas del piano de cola que vibraba con las sonatas interpretadas por Manuel Rueda, o escuchando los sonetos a la rosa de Franklyn Mieses Burgos.
Fue a la altura de 1959, y teniendo yo catorce años cuando aprendí que la vida no era sólo ese camino llano y luminoso que me había tocado transitar. La mano asesina del dictador tronchó la vida de mi padre-maestro, amigo con quien solía dialogar de igual a igual, acompañándolo en las sobremesas donde me quedaba quieta escuchándolo a la sombra de limoncillos y tamarindos, hasta que su voz ronca enmudecía y él se iba con su paso lento y la cabeza ladeada a trabajar.
El primer día que no llegó, todos decían que no nos preocupáramos, que era un bohemio, que quizás se había ido a las playas del Este a ver las ballenas y los manatíes, y que de ahí le gustaba entrar a tierra firme a escuchar las cotorras y los loros, y subir a las montañas azules de la cordillera que se derrumbaban en la playa, para luego sentarse a refrescar los pies en los ríos que desembocaban en el mar. Pero cada día el corazón se nos oprimía por su ausencia hasta que nos compraron el luto y supimos que ya no lo veríamos más.
Entonces, por primera vez conocí el odio, la rabia, la duda, la inseguridad; pero sobre todo, el miedo. Y fue Miguel Alfonseca, poeta y amigo, quien, después de escucharme numerosas veces y ver mi impotencia y mi rencor, me alentó a escribir para sacar lo que tenía dentro, para poder hacer catarsis de un estado de ánimo lleno de insatisfacción y de desdicha.
Era la década del 60. Una dinámica de apertura producida por el ajusticimiento de Trujillo en 1961 le daba forma a un concepto de libertad entendida como justicia social. La juventud, que incluía a los artistas, se atrincheraba en movimientos y grupos políticos mayormente de izquierda y se tiraba a la calle clamando por justicia.
Comencé a escribir en serio y a enseñar lo que hacía, primero a ese grupo espontáneo que ha venido a llamarse Generación del 60; luego, publicando en los suplementos culturales, principalmente en el de El Caribe que dirigía María Ugarte, y en revistas como Testimonio; pero, principalmente, siendo parte de los recitales públicos que montaba Arte y Liberación, un movimiento multidisciplinario encabezado por Silvano Lora, donde las lecturas de poemas se convertían en mítines que terminaban a bombazo limpio. Paralelamente, me llegaba la opinión favorable de Flérida de Nolasco, de Manuel Rueda, de Marcio Veloz Maggiolo, de María Ugarte sobre lo que yo escribía.
Pero en nuestro país la década del 60 terminó convirtiéndose en una dinámica de muerte para los más jóvenes y mi abuela me envió a España para que hiciera estudios literarios, aunque su verdadera intención era sacarme de la convulsión por la que atravesaba la nación.
Allí tuve la suerte de tener como profesores a Carlos Bousoño, a Gonzalo Torrente Ballester, a Manuel Criado de Val, y a otros escritores y críticos de renombre que me hicieron profundizar en la riqueza de la literatura española.
En 1967 con ese desenfado que aporta el desconocimiento, llevé un grupo de poemas a Cuadernos Hispanoamericanos, una de las publicaciones de literatura más prestigiosas en España, y la chica que recibió la carpeta me miró de manera triste informándome que las colaboraciones de poesía estaban comprometidas por todo el año. A los tres días, recibí un telegrama firmado por su Director, el poeta Félix Grande, diciéndome que pasara a firmar la autorización, que mis poemas habían sido incluidos en el próximo número. También editaron una separata, un cuadernillo que llevaba como título El Viaje y que yo considero mi primer libro de poemas.
De regreso a Santo Domingo terminé la carrera de Letras y en 1972, la Editora Taller publicó “ Fórmulas para combatir el miedo”, un volumen de versos que, como su nombre pregona, está lleno de planteamientos existenciales, del espíritu de la derrota que embargó a quienes como yo, pensaron que desaparecido Trujillo, todo se iba a arreglar.
Pero la vida fue otra cosa: la impunidad marcó nuestra particular democracia, y las injusticias y atropellos sólo cambiaron de nombre. Para mí ese período fue una especie de carrera densa, sorteando pozos oscuros, apoyándome en las rocas de la fe que resurgía dentro de mí como la única opción posible.
Y encontré una respuesta en el trabajo: impartía clases, inicié mis críticas de arte para el Suplemento Cultural de María Ugarte, donde también publicaba cuentos y poemas, y no paré de realizar ensayos monográficos sobre nombres cumbres de nuestras artes visuales. En los artículos de crítica que publiqué en el Suplemento Sabatino de El Caribe nunca pude especular, prescindiendo del marco de época y de las circunstancias en que se realizaba el hecho atístico: realmente, lo que yo hacía era un registro de lo que estaba aconteciendo y lo conectaba con lo que había sucedido.
Con el tiempo mi interés por los datos y las precisiones creció, hasta que tomé conciencia de que esa pasión por la concatenación de los hechos, sus causas y efectos, era lo que realmente me interesaba: el arte como una respuesta del ser humano ante tal o cual situación, y las artes visuales, como su nombre lo dice, resultaban ser testimonios efectivos de los procesos que nuestro país había vivido: las luchas por la independencia; los rechazos a las ocupaciones foráneas; las distintas formas de resistencia a las dictaduras; y en la actualidad, los retos complejos ante la globalización… La pregunta ¿qué somos?, convertía mi trabajo en una investigación de carácter existencial que, apoyándose en lo social, pretendía acercarse a las características que lo particularizaban.
En 1979, y amadrinada por María Ugarte, el Banco de Reservas con motivo de su Aniversario, publicó mi libro Historia de la Pintura Dominicana. A partir de entonces una avalancha de demandas me mantuvo escribiendo sobre arte, aunque no dejaba de hacer cuento y poesía, tanto así, que en 1985, la Editora Taller publicó el libro Fichas de Identidad/ Estadías, poemas que traían una excelente presentación de Manuel Rueda. A partir de entonces mi vida ha sido escribir.
Al día de hoy no estoy segura de la cantidad de libros que he escrito. Sí tengo registrados alrededor de cincuenta títulos con mi sola firma, y unos veinticinco trabajos realizados en colaboración con otros autores; los artículos en revistas y periódicos nacionales y extranjeros, sobrepasan quinientos. He incursionado en poesía, narrativa, ensayo, historia y crítica de arte, y la verdad es que al momento de recibir este premio me encontraba cansada. Y también, ¿por qué no decirlo? un poco cuestionada de haber escrito más que haber vivido, en un mundo que hoy da la espalda a la lectura.
Quizás por esa misma razón mis últimas publicaciones han sido mayormente narrativa: dos libros de cuentos y una novela; y es que la narrativa resulta, por lo explicativa, más atractiva a los lectores, y para mí, particularmente, una forma de garantizar, en lo posible, la comunicación. En ese sentido, creo que ninguna de las obras que he escrito ha tenido la demanda ni la difusión de la novela La Vida es otra cosa y del libro de cuentos A mí no me gustan los boleros, publicados por los sellos Alfaguara y Punto de Lectura, en 2006 y 2009, respectivamente.
Detenerme en más detalles sobre mi vida y los procesos en que me ha involucrado la escritura, algunos de ellos tortuosos, otros llenos de transparencia y brillantez, sería redundante, pues ya lo han hecho de manera excelente Jacinto Gimbernard y José Alcántara Almánzar.
Sólo me falta dar las gracias a todas las personas que me han ayudado a lo largo de mi existencia. Como ya dije antes, la vida es un terreno abrupto donde hay que aprender a sortear las trampas de la oscuridad para poder mantenernos en la luz.
Yo continúo ese intento ayudada por Dios, a quien me he entregado desde hace tiempo y quien a cada minuto me recuerda su amor inconmensurable e incondicional. Como la Madre Teresa, le pido cada día amor para perdonar y humildad para olvidar. Y esos sentimientos de amor y de humildad son los que quiero entregar a todos ustedes hoy: a mis hijos, Manuel y Paloma, que siempre han permitido mi realización profesional; a mi comunidad parroquial de El Buen Pastor, en quienes me apoyo espiritualmente; a todos los familiares y amigos que se sienten orgullosos de que yo sea escritora y creen en mí, como Fredy Ginebra, José Chez Checo, Ninón y Lourdes Saleme, Plácido Piña, los chicos y chicas de la oficina y muchos más; al Grupo Santillana en la persona de Ruth Herrera porque ha dado cabida a mis textos; a la Fundación Corripio, presidida por José Luis Corripio Estrada, y a todos sus miembros; al Ministerio de Cultura y a los altos organismos educativos que participaron en la asignación de este galardón; también a todas las mujeres dominicanas, escritoras y no escritoras, porque unas con sus textos y otras con sus experiencias, me han permitido conocer la vida de manera más amplia y completa; y muy especialmente, a José Alcántara Almánzar, escritor de primera, historiador de la literatura nacional, hermano desde que hace años compartimos el trato y la admiración a Manuel Rueda, y quien al incluir mi cuento Recuerdos de Familia en su Antología Mayor de la Literatura Dominicana (Prosa), me dio el empujón para que yo entrara de lleno en la narrativa. Sé que todavía me quedan muchas personas a quienes agradecer… A ellos y a ustedes mis mayores deseos de bienestar en todos los órdenes. ¡Que Dios los bendiga!
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