Por Jeannette Miller
In memorian
“…todo mi
cuerpo, toda mi memoria contenidos por el río que corre en el Ozama…”
José Mármol
Si
miramos de forma panorámica el desarrollo del arte dominicano, podemos afirmar
que Domingo Liz (Santo Domingo, 1931) es uno de los artistas más completos.
Pintor, escultor, dibujante, profesor de la Escuela Nacional de Bellas Artes
por más de cuatro décadas, en todos los renglones en que ha incursionado, Liz
ha llevado a cabo una labor cimera creando lenguajes nuevos que han sido punto
de partida para los artistas posteriores a él.
Manolo Pascual,
José Gausachs, Hernández Ortega
y Jaime Colson fueron
quizás los maestros que más aportaron a su formación; una formación que en vez
de atarlo a fórmulas y recursos aprendidos, soltó marras y fue capaz de
edificar sus propios modos.
Declaradamente
citadino, defensor de un arte que
propone que sólo a través de lo local se puede llegar a lo universal,
Domingo Liz ha dedicado su vida a edificar un lenguaje que pueda referir al
hombre y a la naturaleza dominicanos, sin dejar de lado el habitat, que en su
producción pictórica y dibujística alcanza niveles iconográficos.
A lo largo de
una carrera que prácticamente inicia a los 15 años, cuando ingresa a la Escuela
Nacional de Bellas Artes en 1946, Liz ha merecido importantes distinciones,
desde los premios estudiantiles de una
academia que contaba con grandes artistas como profesores, hasta galardones en las bienales
nacionales y en el Concurso de Arte E. León Jimenes. Sin lugar a dudas, el más
alto reconocimiento a su obra, fue el Primer Premio de
Escultura del Salón Esso para Artista Jóvenes (1964) en Wáshington, lo que conllevó su participación en la
posterior muestra itinerante junto a Fernando de Zsyzslo, Guillermo Trujillo
y Fernando Botero, entre otros.
Pero a Domingo Liz esos logros no se le subieron a la cabeza. Permaneció en
Santo Domingo dibujando, esculpiendo, dando clases; seguro de que sólo
trabajando su entorno lograría un lenguaje propio y trascendente. Y así fue.
En escultura,
un equilibrio matemático sostuvo sus propuestas verticales o circulares que
actuaron como ejes de su visión tridimensional. Vaciados en cemento ( Monumento a los Héroes de Constanza; Maimón
y Estero Hondo, La Feria, 1966 ), metales (Zoo 1, Parque Zoológico Nacional, 1975) ocuparon espacios públicos
de la ciudad presentando soluciones sumamente personales en la interpretación
de los temas.
Al mismo tiempo realizaba sus “orígenes”, formas orgánicas creadas a base de concavidades y redondeces que él lograba superponiendo finas capas de madera, lo que demostraba su gran dominio del medio escultórico. Extensión y movimiento, verticalidad y penetración, marcaban volumetrías que referían a las leyes de sobrevivencia. Estas esculturas, tratadas como esencia y punto de partida de lo viviente, ganaron un lugar importante en la conformación del universo artístico dominicano.
Su pintura,
inicialmente figurativa, fue caminando desde la identidad tricolor
- blanco, azul
y rojo - hacia nebulosas tonales creadas por manchas rosadas, azules,
amarillas, grises… que ocupaban superficies donde la figura del hombre estaba
presente, pero no evidente. El manejo abstracto de un entorno
donde el polvo, la lluvia, el viento y los desechos de la vida citadina formaban un magma que lo contenía todo, trascendía al abordamiento de temas esenciales como la guerra, la sexualidad, los poderes políticos y religiosos, y cómo impactaban en el hombre del nuevo milenio.
donde el polvo, la lluvia, el viento y los desechos de la vida citadina formaban un magma que lo contenía todo, trascendía al abordamiento de temas esenciales como la guerra, la sexualidad, los poderes políticos y religiosos, y cómo impactaban en el hombre del nuevo milenio.
Pero fueron sus
dibujos realizados sobre papel, con tinta, aguadas, creyones y difuminaciones, los que, casi desde los inicios del artista, han venido registrando la vida citadina
desde la perspectiva Este del río Ozama: cauce de agua que, como la vida, nunca
permanece igual; motivo de
asentamiento de la ciudad de Santo Domingo y sus alrededores.
Todos los
dibujos de Domingo Liz deberían llamarse Papeles del Ozama, porque nadie como
él ha hecho del río y sus efectos un motivo tan completo y conmovedor de las
condiciones de vida de una parte
clave de nuestra ciudad. Registros e interpretaciones de situaciones humanas y
habitacionales, manifestaciones culturales y sociales que nunca alcanzaríamos a
imaginar, han sido descubiertos por la grafía cuidadosa y maestra de Domingo
Liz, quien define, desde los apuntes iniciales, los personajes del barrio donde él habita.
Primero fueron
los niños, como si su mirada llena de misericordia pudiera, al atraparlos en el
papel, sacarlos de una existencia sin futuro. Niñas agigantadas que se tapaban la boca con manos
diminutas ocuparon las superficies
de sus dibujos con vestidos estampados por viviendas, techos, trillos que
morían en el río y formaban una especie de tejido, de red, de diseño basado en
el habitat marginal. Los varones jugaban con la bola o montaban bicicletas
recicladas, y estos elementos construían un lenguaje soportado por blanco, azul
y rojo, que identificaba al
artista y al país.
Luego, las
imágenes crecieron y los papeles respetaron los espacios para destacar unos
rostros enormes de ojos tristes, donde resaltaba una boca silente y
empequeñecida, simbolizando la incapacidad de “hablar”. Los colores se
volvieron grises, rosas o algún toque amarillo, confirmando que Domingo Liz era
capaz de iluminar con sólo un gesto de color el punto preciso de sus dibujos.
Más tarde,
atomización de un entorno caótico, cabezas con mitras, falos que se confundían con bombas y balas
estructuraron un mundo de denuncia, sumamente actual, que definitivamente selló su estilo.
Postcubista,
naif, abstracto; nexos con Klee o con Botero; muchas han sido las
interpretaciones y denominaciones para un lenguaje personal que, en constante
cambio, se ha convertido en obligado referente de los asentamientos marginales y de un drama social que no
logra salida.
Viendo la
evolución y el alcance de su obra
podemos afirmar que, si durante los años cuarenta y cincuenta el dibujo
dominicano trabajó dos grandes tendencias: una encabezada por José Gausachs,
que abría hacia la libertad abstracta para dar una versión mágica de la
negritud, y otra por Jaime Colson, quien estableció un rigor académico que
partía de los cánones grecolatinos para captar lo dominicano en lo racial y
social; a partir de los sesenta, Domingo Liz supo ampliar estas propuestas, proponiendo un modelo de lo
dominicano a través de lo social-urbano-marginal, a lo que agregó el entorno
habitacional y una visión lírica
de la escasez, valiéndose de los
recursos del cubismo y del abstraccionismo, lo que le ha permitido lograr una
iconografía distinta, actual y
contemporánea que ha marcado muchos de los mejores caminos del dibujo
dominicano posterior a él.
Filósofo de
preocupaciones profundas. Heráclito criollo. Teórico y profeta. Domingo Liz es un gran maestro y un
lúcido testigo de su tiempo, de un tiempo donde su ojo implacable, pero también
lleno de ternura, permite a sus manos construir un universo que proyecta su
visión del mundo.
Al igual que
los primeros profetas, Liz ha recibido el don de poder descubrir la luz en
medio de una oscuridad cada vez más aniquilante, en la que, sin embargo, el
artista ha sabido encontrar vertientes de dicha.
Domingo Liz ha
transcurrido como el río, metamorfoseando sus visiones del mundo, de la vida y
de las gentes en un permanente camino hacia lo desconocido; y de esa manera,
esencialmente auténtica, ha conseguido una obra extraordinaria, que lo ubica
como uno de los nombres principales en la historia del arte dominicano.
Santo Domingo, 2004
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