Poema de Jeannette Miller
1.-
Aquí
de vuelta,
la luz es esta
cosa grande pegándose a los ojos,
a la piel, a los
poros pequeños, entreabiertos.
Innumerables
láminas dividen el espacio
situándolo entre
árboles, o casas, o edificios huesudos.
Desde el
alarido,
punto de partida
del inmenso viaje,
todo se divide,
el terror, las
caricias, el pan,
las necesidades.
Las junglas se
sol entremezcladas de hombres
calientan hacia
el centro del día,
los pitos
detenidos en este tiempo largo
entre hojas
revoloteadoras como llanto antiguo.
El caer de la
tarde es tormenta,
como si todo se
despegara de pronto y nos odiara,
como si el
brillo sostenido hubiera sido terror,
mentira,
muerte.
Un viento
indiferente golpeando las hojas,
la capota del
cielo,
los techos tan
visibles como un segundo pavimento.
El túnel oscuro
de a ciudad
Abajo,
la noche arriba,
pestañando,
despertando.
2.-
La ciudad se abre antes de la noche en una sucia bocanada.
Depués de haber comido,
después del balanceo en la penumbra de lagartos y hongos
recorro los hoyos familiares,
las calles vomitadas en el muelle,
el olor golpeante del asfalto podrido.
La sal es un resguardo,
inmuniza la boca,
el tórax,
las membranas,
de este cielo profundo sin gaviotas.
En esos muros de cal y piedras viejas,
de dolorosos relieves transparentes,
donde mis voces anteriores rieron,
donde viví feliz entre arboleadas y estatuas
y plazas pequeñas redondas como el tiempo,
en esos muros me sostengo.
Sacudo las palabras,
las distribuyo entre grutas y murciélagos,
entre mi pobre y débil mente, y los rosarios fuertes en el cuello,
entre este piso frío, obligatorio,
y el viento de la tarde subiendo a las noches del silencio.
3.-
Esos niños en cornisas y frisos,
de locas cabezas cercenadas,
con las alas enterradas en alguna playa solitaria,
sin troncos, ni piedras, ni caracoles musicales,
esos niños que sonríen con las piernas o con el hueco que dejó su
risa
son propicios a las cuatro.
Después, con el sol todavía en el centro
paso,
coloco la vieja mecedora debajo del pasillo,
y oyendo los pájaros debajo del cuadro azul y blanco
me pongo a hacer creer que escucho o converso.
Inexorablemente vuelo entre columnas frías y altos monumentos
distribuidos elegantemente sobre pedazos de yerba recortada.
Puedo mirar mi alma revoloteando en ese parque,
escogiendo lugares allí,
donde las flores son excusa y la reina escogía sus amantes,
donde mataron a Enmanuel, un dulce niño asmático,
entre hojas doradas y arboledas.
Corro a la gran ciudad, a los marcos, a la vida inesperada,
paralela,
a los largos salones silenciosos,
a los ruidos arrastrados,
a los fogonazos duros del asfalto
entre pozos y cáscaras y leche agria.
Corro de nuevo a la gran ciudad para leer el periódico por última
vez.
Cayendo,
la penumbra y los mosquitos me llevan de nuevo hacia el portal
roído.
Primero las vigas soportantes,
el olor balsámico del tiempo anocheciente,
mis pasos arrastrando el último beso,
los escalones,
y regreso a la calle,
a su ancha boca negra,
a la fachada colonial y triste de la esquina derecha,
a las piedras horadadas por la lluvia,
a mi lento taconeo deambulante,
pesaroso,
por la ausencia del sol en este tiempo de trópico acabado.
Del libro Fórmulas para combatir el miedo. (1972)
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