La poesía fue, desde sus inicios como
escritora, la preocupación fundamental de Jeannette Miller, y sigue siéndolo en
una etapa de madurez intelectual y creadora en la que su quehacer se ha vigorizado
notablemente con importantes aportes en el ensayo, la historia y la crítica de
artes visuales, la novela y el cuento, para completar de este modo un oficio
que asumió siendo todavía muy joven, con algunos de los libros que hoy podemos
considerar fundamentales en la llamada Generación del 60: El viaje (1967) y Fórmulas
para combatir el miedo (1972).
Cuando este pequeño libro fue publicado, ya
habían transcurrido varios años desde el final de la Guerra de Abril, pero los
poetas denominados de post-guerra se encontraban aún inmersos en la publicación
de versos que lindaban con la ideología: todo un arsenal de expresiones
irreverentes con el que pretendían conjurar el amargo sabor que les provocaba
el recuerdo de la fallida insurrección. En términos formales, fueron pocos los
que sobrevivieron a esa experiencia, ahogados en las consignas de la protesta y
el cuestionamiento político.
En el caso de Jeannette Miller, la búsqueda
formal nunca se supeditó a los contenidos de una poesía que siempre ha sido muy
personal en sus temas y procedimientos verbales, pues más que la simple
catarsis, el simple desahogo de una mujer que supo construirse un lenguaje
propio que, lejos de la pauta trazada por el descontento de una generación que
había visto desplomarse sus ideales luego de varios meses de lucha en la ciudad
intramuros, buscaba instrumentar, a través de la palabra, los desgarramientos
interiores surgidos de la soledad, el desamparo y, sobre todo, la inconformidad
con un medio atroz.
Es por eso que, con la agudeza que le era
característica, Héctor Incháustegui Cabral, al pronunciar unas palabras de
presentación de Fórmulas para combatir el
miedo en la Universidad Católica Madre y Maestra, se preguntara:
«¿Jeannette Miller es poeta o poetisa?». Y a seguidas respondería: «Es poeta. Fórmulas para combatir el miedo, donde
reúne poemas escritos del 62 al 70 lo demuestra. Quien vaya a la hermosa
colección buscando sentimentalismos corrientes y molientes, actitudes que un
muchacho entre los 16 y los 20 años llamaría pequeño burguesas, se va a llevar
un gran fiasco, porque la obra gira en torno y se adentra en cuestiones
fundamentales, desde el miedo que saca su cabeza amarilla en el título y en el
pórtico, hasta el Domingo con que
cierra el libro, donde estar en el mundo, amar y morir es una sola situación
condicionada por la ausencia de conocimiento».[1]
Con este auspicioso comienzo, Jeannette Miller
siguió escribiendo poesía, aunque su curiosidad intelectual y el hecho de
trabajar bajo la dirección de doña María Ugarte en el suplemento sabatino del
antiguo diario El Caribe, muy pronto
la llevó a ocuparse de la plástica dominicana, con una profundidad y una mirada
tan incisiva y certera, que sus artículos se convirtieron en puntos de
referencia obligada para los artistas visuales y la crítica nacional, dejando
relegado aquel torrente verbal que empezó a correr de manera subterránea en su
obra, sin extinguirse nunca, con sólidas reapariciones que la colocaron en un
lugar de primer orden entre las mujeres poetas de su generación.
No por casualidad Manuel Rueda, en su «Retrato
de Jeannette Miller» contenido en el libro de Jeannette Miller titulado Fichas de identidad/Estadías (1985),
escribió:
«Una cosa es cierta: Jeannette Miller, a la vez
que se autoanaliza, desea involucrar con ello a la sociedad en que vive. Más
que luchar por cambiar las costumbres (por supuesto, bien que lo desearía) ella
lucha por el conocimiento, porque las gentes se conozcan a sí mismas y sepan
que debajo de cada ángel de la guarda hay un demonio programando sus acciones
[…] El libro de Jeannette Miller es una experiencia eminentemente personal,
anti-poética y anti-prosística, ya que parece escrito con el propósito de que
no se la encasille, casi al correr de la pluma, como si con una mirada atrás
pudiera sobrevenirle la destrucción».[2]
Rueda, que rara vez erraba el blanco, apuntaba
dos atributos que no debemos perder de vista en la poesía de Jeannette Miller:
«anti-poética» y «anti-prosística». A la autora nunca le ha interesado el mero
hecho estético per se, la elaboración
de un universo verbal impoluto donde las metáforas se sucedan unas a otras,
ingrávidas y hermosas, sino impactar a sus lectores con palabras descarnadas,
antipoéticas incluso, haciendo honor a una tradición de la poesía dominicana
que nace con el postumismo y se afianza con los Poetas Independientes.
Es por eso que, al establecer un balance de los
poetas dominicanos de la década de 1960, el recordado poeta y ensayista chileno
Alberto Baeza Flores, que estudió toda la poesía dominicana en numerosos
volúmenes llenos de aciertos, pero sobre todo de amor por nuestras letras,
afirmara que:
«En la poesía de Jeannette Miller hay una marea
de angustia vital que también es angustia amorosa. […] Jeannette Miller
representa la angustia existencial que abarca temas y registros de su testimonio
humano del vivir.»[3]
Ahora, después de haber recibido numerosos
premios en didáctica, ensayo y narrativa, e incluso el Premio Nacional de
Literatura por su obra conjunta –siendo la tercera mujer que lo obtiene en
nuestro país–, Jeannette Miller publica en la Colección del Banco Central de la
República Dominicana, el libro Polvo eres,
que leí en septiembre de 2012, en
medio de la tranquilidad de una mañana dominical. Lo hice en la grata compañía
de libros amados, esos silenciosos testigos de mi satisfacción al leer los textos
originales de esta breve obra, sin que pudiera desprenderme de sus quemantes
páginas, pobladas de signos elocuentes de un sentir y un decir depurados, con
los que la autora alcanza la plenitud creadora y la madurez existencial que no
reniegan del ardor juvenil, la rebeldía, la ternura y la capacidad para
indignarse, rasgos de su obra poética anterior.
Polvo
eres –libro que también tuvo lecturas de otras tres mujeres poetas antes de
su aprobación por el Comité de Publicaciones del Banco Central, y que pudieron
hacer libremente sus observaciones a la autora–, revela, a mi entender, cuánto ha alcanzado Jeannette Miller a
fuerza de talento y constancia, y la primera impresión que me produjo es que se
trata de una retrospectiva temática y formal. Retorna la voz inconformista,
vibrante, crítica de sí misma y de su entorno. Una mujer que avanza sin pausa,
«con los ojos abiertos», igual que el título de un libro de entrevistas a
Marguerite Yourcenar, su mirada fija en el entorno circundante, quien no evade
las miserias humanas con las que tropieza a cada paso. Una presencia solitaria
que conjura con palabras la tristeza y la amargura.
En la parte subtitulada «Cotidiano» advertí una
sensualidad descarnada que se expresa a través de los sentidos (olores,
sonidos, miradas, roces); una imperiosa necesidad del otro que escapa al
contacto y a la vida compartida. Canto al amor imposible, una elegía a la
otredad inasible que recuerda aquellos punzantes versos de Lezama Lima: «Ah,
que tu escapes cuando habías alcanzado tu definición mejor».
«Platónicos» nos sumerge en un mar de imágenes
sobre el amor imposible. Son poemas encadenados unos a otros, en los que las
palabras se convierten en instrumentos del amor, el vértigo carnal, un modo de
construirlo y recrearlo desde una sensualidad femenina poblada de ternura. Son,
por así decirlo, mensajes cifrados al amante que se desea retener a golpe de
conjuros, expresiones de un sentir lleno de inalcanzables búsquedas, un decir
que cala muy hondo y se multiplica en imágenes de luz.
La parte subtitulada «Personales» es la
quintaesencia de la intimidad a través de una serie de poemas a los seres
amados. Son poemas diáfanos, desgarraduras del alma, insinuación de los
temores, inmensa alegría por los frutos del amor y la compañía, o el recuerdo
de presencias tutelares que siguen acompañándola en el difícil tránsito por la
vida, con sus ejemplos, sus enseñanzas y su misterio; o el intento de
recuperación del primer hijo, de figuras paradigmáticas a quienes reserva el
afectuoso recuerdo de las palabras; en fin, retratos dolientes para exorcizar
el olvido.
«Polvo eres», pese a su brevedad es una densa
reflexión sobre la muerte, en poemas cortos que golpean la sensibilidad del
lector: la muerte, no como palabra hueca, sino como realidad inexorable y
próxima. Y «Testigo de luz», más que religiosa, es poesía de una honda
espiritualidad, que es rasgo de su obra de madurez: búsqueda de las esencias
del ser a través del portento de la Creación: pecado y redención.
Con este libro, Jeannette Miller se coloca en
un lugar especial entre nuestros poetas, para quienes la referencia bíblica
conduce a la reflexión sobre las iniquidades humanas y las miserias sociales.
Pienso en el Incháustegui Cabral de Polvo
que se va y que no vuelve (1946) y Las
ínsulas extrañas (1952), pero también en el Freddy Gatón Arce de «Letanía»
y Adoración de la Virgen (1961), y en
el Máximo Avilés Blonda de Los profetas (1977)
y Viacrucis (1983), a los que ahora
ella se une con Polvo eres, un libro
que considero indispensable en su bibliografía y en la poesía dominicana
contemporánea.
De Jeannette Miller y su obra se puede decir lo
que escribió Octavio Paz: «Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire».
José
Alcántara Almánzar
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