Monday, April 1, 2013

Los ángeles son propicios a las cuatro


Poema de Jeannette Miller 

1.-
Aquí
de vuelta,
la luz es esta cosa grande pegándose a los ojos,
a la piel, a los poros pequeños, entreabiertos.
Innumerables láminas dividen el espacio
situándolo entre árboles, o casas, o edificios huesudos.
Desde el alarido,
punto de partida del inmenso viaje,
todo se divide,
el terror, las caricias, el pan,
las necesidades.
Las junglas se sol entremezcladas de hombres
calientan hacia el centro del día,
los pitos detenidos  en este tiempo largo
entre hojas revoloteadoras como llanto antiguo.
El caer de la tarde es tormenta,
como si todo se despegara de pronto y nos odiara,
como si el brillo sostenido hubiera sido terror,
mentira,
muerte.
Un viento indiferente golpeando las hojas,
la capota del cielo,
los techos tan visibles como un segundo pavimento.
El túnel oscuro de a ciudad
Abajo,
la noche arriba,
pestañando,
despertando.

2.-
La ciudad se abre antes de la noche en una sucia bocanada.
Depués de haber comido,
después del balanceo en la penumbra de lagartos y hongos
recorro los hoyos familiares,
las calles vomitadas en el muelle,
el olor golpeante del asfalto podrido.
La sal es un resguardo,
inmuniza la boca, 
el tórax,
las membranas, 
de este cielo profundo sin gaviotas.
En esos muros de cal y piedras viejas,
de dolorosos relieves transparentes,
donde mis voces anteriores rieron,
donde viví feliz entre arboleadas y estatuas
y plazas pequeñas redondas como el tiempo,
en esos muros me sostengo.
Sacudo las palabras,
las distribuyo entre grutas y murciélagos,
entre mi pobre y débil mente, y los rosarios fuertes en el cuello,
entre este piso frío, obligatorio,
y el viento de la tarde subiendo a las noches del silencio.

3.-
Esos niños en cornisas y frisos,
de locas cabezas cercenadas,
con las alas enterradas en alguna playa solitaria,
sin troncos, ni piedras, ni caracoles musicales,
esos niños que sonríen con las piernas o con el hueco que dejó su risa 
son propicios a las cuatro.
Después, con el sol todavía en el centro
paso,
coloco la vieja mecedora debajo del pasillo,
y oyendo los pájaros debajo del cuadro azul y blanco
me pongo a hacer creer que escucho o converso.
Inexorablemente vuelo entre columnas frías y altos monumentos
distribuidos elegantemente sobre pedazos de yerba recortada.
Puedo mirar mi alma revoloteando en ese parque,
escogiendo lugares allí,
donde las flores son excusa y la reina escogía sus amantes,
donde mataron a Enmanuel, un dulce niño asmático,
entre hojas doradas y arboledas.
Corro a la gran ciudad, a los marcos, a la vida inesperada, paralela,
a los largos salones silenciosos,
a los ruidos arrastrados,
a los fogonazos duros del asfalto
entre pozos y cáscaras y leche agria.
Corro de nuevo a la gran ciudad para leer el periódico por última vez.
Cayendo,
la penumbra y los mosquitos me llevan de nuevo hacia el portal
roído.
Primero las vigas soportantes,
el olor balsámico del tiempo anocheciente,
mis pasos arrastrando el último beso,
los escalones,
y  regreso a la calle,
a su ancha boca negra,
a la fachada colonial y triste de la esquina derecha,
a las piedras horadadas por la lluvia,
a mi lento taconeo deambulante,
pesaroso,
por la ausencia del sol en este tiempo de trópico acabado.

Del libro Fórmulas para combatir el miedo. (1972)