Thursday, October 23, 2014

En el “mall”



Por Jeannette Miller

En el “mall”
Mujeres de piel oscura con niños de la mano.
Vitrinas con objetos lujosos que nadie compra.
Hombres de edad buscando presas
entre jovencitas que se venden
y muchachos que se ofrecen disimuladamente
para pagar la taquilla del cine,
comer una pizza o un hamburguer de ocho días
En el “mall” los ojos se me llenan de tristeza,
Mujeres blancas, bien vestidas,
con la cirugía acabada de hacer
tratan de sepultar el tiempo
sin saber que eso es imposible.
En el mall no piensas,
una turba variopinta te empuja sin tocarte,
los ojos deslumbrados,
los oídos abrumados,  
hasta que se te cansa el alma.


Tuesday, September 30, 2014


Sola

Por Jeannette Miller

En medio del gentío eres nadie.
Pasan cuerpos y caras
Buscas rasgos conocidos y chocas con el drama de la muerte
lenta,
sorpresiva al principio.
No hay hijos,
No hay nietos.
No hay nadie.
Sólo la violencia arropando el ambiente como una nube negra.
La violencia total.
Tiros.
Puñaladas.
Violaciones.
Asaltos.
Charcos de sangre podrida.
Moscas sedientas de carne amoratada…
Tratas de avanzar y
te pisan,
te empujan,
te chocan,
te jalan la cartera…
La luz,
que parece inalcanzable,
se vislumbra más allá
de un plafón manchado de tierra  polvo.



Los días de lluvia me entristecen.

Por Jeannette Miller

Los días de lluvia me entristecen.
La ciudad se torna gris como un lagarto.
Las cunetas desbordan taponadas de basura
y los transeúntes se ocultan bajo los aleros de las casas
o se cubren con pedazos de periódico
y  fundas plásticas.
La lluvia desnuda la pobreza
que sale a flote en restos de comida a medio podrir
y pedazos de latas y botellas
que resultan peligrosas para el que  transita.
Enfrentar la ciudad como es,
sin el maquillaje de las luces y los grandes edificios,
Quedarte sordo  con la voceadera de los vendedores ambulantes
y al caer la noche
sólo voces que murmuran sus preocupaciones y  su gran indefensión.
Las telas pierden su brillantez con la humedad y el calor
que unifica los tonos convirtiendo las ropas y los toldos en una sola mancha…
Haciéndoles el juego,
la lluvia color niebla y mi corazón oscurecido por la sangre.

Tuesday, March 11, 2014

Hombrecito

Por Jeannette Miller


El primer día que me dijeron que Trujillo era un asesino ya mi padre había muerto. Me lo dijo Hombrecito, un genio que se había hecho mi amigo y que mientras destripaba a Trujillo y a sus adláteres con una lengua bífida y sabia llena de alusiones filosóficas, literarias y políticas, dejaba caer su manita de muñeco sobre mi rodilla, cuando encaramados en el murito que quedaba frente al palo de luz nos sentábamos todos, hembras y varones, más varones que hembras, a recitar poemas, cantar canciones, mirarnos de soslaylo… hasta que yo le quitaba la mano con un empujón y él se reía como a quien no le importa, pero yo sabía que en el fondo de su alma le había partido el corazón.
En menos de veinticuatro horas ya sabía que a mi padre lo habían matado, cómo y porqué había sido; y desde entonces una inconformidad amarga me ha ocupado la existencia trayéndome por una calle empinada y angosta que todavía no vislumbra su fin.
Hombrecito era casi un enano, pero tan inteligente y culto que no había quien lo conociera y no cayera en la trampa de su permanente capa negra forrada de rojo que lo convertía en un Drácula de Liliput -con todas las implicaciones de banquetes y libaciones extremas del vampiro- sin nunca olvidar sus atribuciones  de un sadismo vocacional, que oído de sus labios, daba ganas de reír.
Guapo como abeja de piedra, su temperamento enérgico y decidido le ganó el apodo de Hombrecito, aunque de pequeño lo habían bautizado como José.
Como equilibrio a su pequeña anatomía era pintor de murales, y más de una vez alcancé a verlo, montado en andamios enormes, trazar sobre paredes y techos monumentales líneas negras de un grosor insospechado para definir los gestos de sus soldados rasos que se conmovían ante la pobreza de los demás.
Nunca se quitaba la capa porque le servía para disimular el grajo de varios días y también para arroparlo cuando de madrugada, al salir de los tugurios más infames de la ciudad, se quedaba recostado en cualquier zaguán y al poco rato caía con la boca abierta para arrellanarse en el suelo, como si el piso duro y maloliente fuera un colchón de plumas, y sólo se movía para con un gesto rápido taparse de un jalón con la sábana-capa que lo protegía de los mosquitos, la lluvia, las cucarachas y algún ratón curioso que merodeando a su alrededor decidía dejar quieto a ese marchante, que parecía ser su primo hermano, sólo que con una estatura mucho mayor.
Yo lo quise mucho y permanentemente le agradecí que me abriera los ojos de un tirón, esgrimiendo una valentía inusitada ante mí, que sí, era hija de un enemigo del régimen, pero también sobrina de un adepto, y que como estaban las cosas en esa época, nadie le aseguraba que no resultara una soplona identificada con el poder del militar. Sinembargo, él me ayudó a darle forma a esa inconformidad que no me dejaba quieta y a partir de entonces fui una opositoria como la que más.
Al cabo de muchos años, cuando ya habíamos conocido el Continente Viejo y regresábamos de la inocencia, Hombrecito sorpresivamente murió. Dijeron que fue un paro cardíaco producto del régimen de desintoxicación al que lo habían sometido y que, un atardecer, al entrar a la piscina donde hacía ejercicios relajantes, se quedó sentado en la orilla para después ladearse suavemente hasta que el agua primero le mojó la cabeza y luego se la tapó.
Muchos quedaron afligidos por el amigo sincero y por el hombre de inteligencia inmensurable. Entre sollozos tranquilos recordaron su afición por Wagner, por Mao, por Alfaro Siqueiros, por Saint John Perse… Otros lo denostaron como un inútil y borrachón, comunista amargado de lengua viperina, mientras la familia se llevaba el cadáver a un cementerio lejano donde nunca lo hemos podido visitar.
Ahora, que puedo mirar hacia atrás sin que una nebulosa me descomponga los recuerdos, al tratar de poner cada cosa en su lugar, confirmo ante mí misma que pocos amigos fueron como él. Todavía su voz resuena en mis oídos cuando la vida se me pone gris turquesa, en esas tardes de playas extendidas en que la tristeza me invade tratando de socavar lo poco de presente que he podido construir.