Tuesday, March 11, 2014

Hombrecito

Por Jeannette Miller


El primer día que me dijeron que Trujillo era un asesino ya mi padre había muerto. Me lo dijo Hombrecito, un genio que se había hecho mi amigo y que mientras destripaba a Trujillo y a sus adláteres con una lengua bífida y sabia llena de alusiones filosóficas, literarias y políticas, dejaba caer su manita de muñeco sobre mi rodilla, cuando encaramados en el murito que quedaba frente al palo de luz nos sentábamos todos, hembras y varones, más varones que hembras, a recitar poemas, cantar canciones, mirarnos de soslaylo… hasta que yo le quitaba la mano con un empujón y él se reía como a quien no le importa, pero yo sabía que en el fondo de su alma le había partido el corazón.
En menos de veinticuatro horas ya sabía que a mi padre lo habían matado, cómo y porqué había sido; y desde entonces una inconformidad amarga me ha ocupado la existencia trayéndome por una calle empinada y angosta que todavía no vislumbra su fin.
Hombrecito era casi un enano, pero tan inteligente y culto que no había quien lo conociera y no cayera en la trampa de su permanente capa negra forrada de rojo que lo convertía en un Drácula de Liliput -con todas las implicaciones de banquetes y libaciones extremas del vampiro- sin nunca olvidar sus atribuciones  de un sadismo vocacional, que oído de sus labios, daba ganas de reír.
Guapo como abeja de piedra, su temperamento enérgico y decidido le ganó el apodo de Hombrecito, aunque de pequeño lo habían bautizado como José.
Como equilibrio a su pequeña anatomía era pintor de murales, y más de una vez alcancé a verlo, montado en andamios enormes, trazar sobre paredes y techos monumentales líneas negras de un grosor insospechado para definir los gestos de sus soldados rasos que se conmovían ante la pobreza de los demás.
Nunca se quitaba la capa porque le servía para disimular el grajo de varios días y también para arroparlo cuando de madrugada, al salir de los tugurios más infames de la ciudad, se quedaba recostado en cualquier zaguán y al poco rato caía con la boca abierta para arrellanarse en el suelo, como si el piso duro y maloliente fuera un colchón de plumas, y sólo se movía para con un gesto rápido taparse de un jalón con la sábana-capa que lo protegía de los mosquitos, la lluvia, las cucarachas y algún ratón curioso que merodeando a su alrededor decidía dejar quieto a ese marchante, que parecía ser su primo hermano, sólo que con una estatura mucho mayor.
Yo lo quise mucho y permanentemente le agradecí que me abriera los ojos de un tirón, esgrimiendo una valentía inusitada ante mí, que sí, era hija de un enemigo del régimen, pero también sobrina de un adepto, y que como estaban las cosas en esa época, nadie le aseguraba que no resultara una soplona identificada con el poder del militar. Sinembargo, él me ayudó a darle forma a esa inconformidad que no me dejaba quieta y a partir de entonces fui una opositoria como la que más.
Al cabo de muchos años, cuando ya habíamos conocido el Continente Viejo y regresábamos de la inocencia, Hombrecito sorpresivamente murió. Dijeron que fue un paro cardíaco producto del régimen de desintoxicación al que lo habían sometido y que, un atardecer, al entrar a la piscina donde hacía ejercicios relajantes, se quedó sentado en la orilla para después ladearse suavemente hasta que el agua primero le mojó la cabeza y luego se la tapó.
Muchos quedaron afligidos por el amigo sincero y por el hombre de inteligencia inmensurable. Entre sollozos tranquilos recordaron su afición por Wagner, por Mao, por Alfaro Siqueiros, por Saint John Perse… Otros lo denostaron como un inútil y borrachón, comunista amargado de lengua viperina, mientras la familia se llevaba el cadáver a un cementerio lejano donde nunca lo hemos podido visitar.
Ahora, que puedo mirar hacia atrás sin que una nebulosa me descomponga los recuerdos, al tratar de poner cada cosa en su lugar, confirmo ante mí misma que pocos amigos fueron como él. Todavía su voz resuena en mis oídos cuando la vida se me pone gris turquesa, en esas tardes de playas extendidas en que la tristeza me invade tratando de socavar lo poco de presente que he podido construir.