La novela de Jeannette Miller
José Alcántara Almánzar
Cuando se hable de literatura dominicana de los últimos cuarenta años, habrá que mencionar a Jeannette Miller entre las mejores escritoras de su generación, por la firmeza, la diversidad y la excelencia de su obra conjunta, desde sus inicios de aguerrida poeta, con El viaje (1967), Fórmulas para combatir el miedo (1972) y Fichas de identidad/Estadías (1985), hasta su extraordinaria faceta de historiadora y crítica de artes visuales, en especial su Historia de la pintura dominicana (1979) y una serie de lúcidas monografías sobre notables artistas plásticos nacionales. En este periplo laborioso y tenaz, recuerdo su invaluable ejercicio del periodismo en el desaparecido suplemento del diario El Caribe, bajo la conducción de su mentora, doña María Ugarte, así como la labor magisterial, a través de su exitoso libro de ortografía y los innumerables talleres impartidos sobre el manejo del idioma. Esta deslumbrante trayectoria incluye, a partir del año 2002, el libro Cuentos de mujeres, feliz incursión de la autora en el fascinante universo de la narrativa.
A todas estas cualidades, que la convierten en una de las figuras emblemáticas de la Generación del 60, Jeannette incorpora un conjunto de encomiables atributos que nos hacen admirarla doblemente, tales como su honestidad intelectual, su solidez conceptual y práctica y, sobre todo, el valor para defender sus verdades y reconocer sus yerros. En lo personal, su vida es aleccionadora por la entereza de su postura ética, la devoción familiar, el culto a la amistad, la responsable entrega al trabajo, y el discreto alejamiento de las veleidades de nuestro ambiente social. En lo literario, Jeannette es dueña de una voz poética singular que, oscilando entre el desgarrado clamor de quien lucha por vencer las iniquidades derivadas de la condición femenina y las limitaciones impuestas por una formación social hecha a la medida del hombre, logró construirse un espacio propio que ella ha sabido enaltecer con poemas de una sinceridad inusitada en nuestro medio, poniendo al desnudo sus angustias y deseos, sus quejas y temores, o esa amarga visión del entorno social que nos sobrecoge por la contundencia de sus imágenes. Son poemas de fuego surgidos en una etapa atroz de nuestra historia contemporánea, escritos con mano segura por alguien demasiado consciente de su papel como mujer y poeta.
El 2 de julio del año pasado, un prestigioso jurado compuesto por el dominicano Marcio Veloz Maggiolo, el argentino Eduardo Sguiglia y el cubano Leonardo Padura, otorgó a la novela de Jeannette, La vida es otra cosa –“por su acertada conjugación de estructura y lenguaje en una obra que ofrece un abarcador y práctico panorama de la sociedad dominicana actual”–, una primera mención en el Premio Internacional de Novela de Casa de Teatro, la institución cultural que con alma de duende y fe de misionero viene dirigiendo Freddy Ginebra desde hace más de treinta años. El reconocimiento a la novela de Jeannette culmina ahora con su reciente salida bajo el sello de la Editorial Alfaguara, lo que sin duda contribuirá a darle la proyección que merece, dentro y fuera del país, gracias a una exitosa campaña publicitaria mediante atractivos carteles, que ha colocado la fotografía de nuestra distinguida autora en lugares visibles a lo largo de las avenidas de mayor circulación en Santo Domingo, rivalizando así en popularidad, para satisfacción de sus amigos y relacionados, con políticos, ediles y congresistas, cuyos rostros han invadido los espacios públicos de nuestra urbe.
Durante muchos años, la bizantina discusión en torno a la esperada gran novela dominicana se ha ido transformando en un diálogo más sensato que toma en consideración no sólo los hitos de nuestra tradición novelística, de Enriquillo y La sangre a La mañosa y Over, y, en los tiempos que corren, de la medular contribución de Marcio Veloz Maggiolo –consumado maestro, todavía muy activo–, hasta la novela de Pedro Vergés y las aclamadas obras de Julia Álvarez, nuestra escritora de la diáspora, cuya valía se ha proyectado incluso en el cine norteamericano. Este cambio de perspectiva ha ocurrido en la medida en que nos hemos ido percatando de que la novelística de un país forma una totalidad heterogénea en la que cada obra, magnífica o mediocre, constituye un eslabón de la extensa cadena de la tradición narrativa nacional, y que la grandeza y permanencia de las mejores sólo podrá determinarla el tiempo, ese estricto juez, desapasionado y certero, que todo lo pone en su justo lugar.
La vida es otra cosa, en primer término, constituye un amplio fresco de tonalidades goyescas sobre la sociedad dominicana contemporánea. O, para decirlo con un símil autóctono, evoca una de esas magistrales pinturas de Gilberto Hernández Ortega, pobladas de siluetas que emergen de la oscuridad de la noche con todo su dolor y desvalimiento. Aunque se han escrito en nuestro país muchas novelas de temática social, algunas de ellas muy buenas, me atrevería a decir que La vida es otra cosa marca la diferencia entre un ‘antes’ y un ‘después’, ya que sería difícil encontrar otra obra de notable factura cuyo autor universalice, como lo hace Jeannette, el drama de las clases oprimidas, y lo haga al margen de sentimentalismos y denuncias ideológicas, sin caídas en el manejo del lenguaje, a través de una densa estructura, nítida y fluida, en la que los personajes integran una especie de coro griego en esa inacabable tragedia que es la vida en nuestras remotas y olvidadas comunidades del interior.
El escenario de La vida es otra cosa se sitúa en el suroeste del país, la zona fronteriza, la loma de “Nunca me Encuentres”, donde se realizan precarios cultivos de café. Se levantan ranchos y chozas en el pueblo “Vengan a Ver”, a la orilla del mar, donde la gente luce atrasada y primitiva. Existen apenas unas cuantas edificaciones públicas: la escuela de “Siempreverde”, la cárcel y la parroquia. Pueblo de sol y guazábara, “cundío de haitianos y brutos maleducados”, conucos, animales de carga que exhiben una miseria y un desamparo proverbiales, como si la autora recuperase aquellos cuadros lacerantes de campesinos pobres que pululan en Poemas de una sola angustia, libro cardinal con el que Héctor Incháustegui Cabral inmortalizó la desolación de la región sureña de su época, en específico la ruralidad banileja de mediados del siglo pasado. Este deliberado anonimato topográfico de la obra de Jeannette, con vagas identificaciones que nos impiden ubicar el lugar exacto donde ocurren los hechos, prescinde de la geografía como dato y la eleva a la categoría de ideal tipo innominado, haciéndola extensiva a cualquier zona de características similares.
El tiempo histórico de la novela Jeannette va de la primera ocupación militar norteamericana a nuestros días. Como en un gran telón de fondo sobre el que se proyectan las vidas de una serie de personajes atormentados, presenciamos el lastimero panorama en el que adquieren relieve particular acontecimientos que marcaron buena parte del siglo veinte dominicano. En ese inmenso mural sobresalen la masacre de haitianos de 1937, las expediciones guerrilleras contra el régimen de Trujillo, el trágico final de Jesús de Galíndez, el brutal asesinato de las hermanas Mirabal, la caída del dictador, el efímero gobierno democrático de Bosch, la guerra de abril, y los puntos oscuros de los doce años de Balaguer, teñidos de contrainsurgencia, represión policial, corrupción e impunidad, elementos que tanto envilecieron la conciencia nacional.
La historia es una referencia inevitable en la narrativa dominicana, del siglo XIX a la actualidad, como consta en obras clásicas muy conocidas del carácter de Cosas añejas de César Nicolás Penson, la Trilogía patriótica de Federico García Godoy y los Episodios dominicanos de Max Henríquez Ureña o, más cercanamente, algunas novelas de Andrés Francisco Requena, Carlos Federico Pérez, o Georgilio Mella Chavier. Sólo en manos de escritores experimentados –un Carlos Esteban Deive o un Veloz Maggiolo, por ejemplo–, la solución literaria salva la ficción de las trampas historicistas o los excesos del sociologismo. Con notable dominio lingüístico del español dominicano —tanto, que considero una innecesaria generosidad de la autora con potenciales lectores de otros países, haber incluido un glosario de dominicanismos al final de la novela para facilitar su comprensión—, Jeannette sale airosa de la tarea literaria que suponía descartar el tono culto de la escritora instruida e insertarse en el alma y las modalidades idiomáticas de la gente, para dar voz propia a personajes del pueblo.
La vida es otra cosa es una novela cruda, pero diáfana, de una concisión ejemplar, cuya lectura, una vez iniciada, no da respiro, atrapándonos con un puñado de historias personales que se entrecruzan sin cesar. Es una obra que debería ser no sólo leída, sino estudiada en las clases de literatura dominicana que se imparten en escuelas y universidades, por ser una valiosa fuente de conocimiento del habla popular, con sus deliciosos términos y elocuentes giros sintácticos. Jeannette Miller, al escribir su novela, supo eludir los engañosos procedimientos del neorrealismo social que tantas obras ha malogrado, para construir un texto literario de una sobriedad impresionante. La autora confiriere autonomía literaria a su novela al prescindir de referencias espaciales concretas, alcanzando un elevado nivel estético que le sirve para proyectar las complejidades psicológicas y humanas del conglomerado cuya realidad ficcionaliza. En suma, más que diseñar el montaje de una escenografía social de aliento pesimista, traza un mapa de la existencia, tan verídica, que es como si hubiese tenido en cuenta el aforismo de Milan Kundera: “La novela no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es lo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz”. (El arte de la novela, Barcelona, Tusquets Editores, 1987, pp.53-54).
En vez de abordar nuestras vicisitudes actuales con un solo recurso, mediante el estilo directo del narrador omnisciente, la autora teje un discurso proteico, de enorme fuerza telúrica, en el que se alternan la narración en tercera persona, el estilo indirecto libre y el monólogo interior; un texto impregnado de la espontaneidad coloquial de los personajes, hombres y mujeres humildes vinculados entre sí por redes familiares y sociales primarias, abatidos por la miseria, la violencia, la desigualdad, la injusticia, la irrupción de prácticas abominables que amenazan con desintegrar nuestra sociedad; entre ellas, el narcotráfico, la drogadicción, la trata de personas. En ese marco social abrumador que empuja a muchos a convertirse en emigrantes ilegales, la probidad laboriosa de algunos se erige como un muro de contención ante el abuso y el desamparo. Un espejismo de supuesta modernidad urbana nos ha llevado a pensar que la cultura campesina ha desaparecido para dar paso a nuevas formas de convivencia y de trabajo, creando un espejismo de modernidad. Sin embargo, lo que ha ocurrido –como lo prueba La vida es otra cosa– es una metamorfosis en los contenidos del nexo entre familia y tierra, la producción orientada al bienestar de los miembros del grupo, y nociones morales como la reciprocidad y la solidaridad colectivas.
Quizás por mucho tiempo ha persistido en el análisis de las sociedades latinoamericanas una óptica maniquea que se evidencia en la concepción dicotómica de la sociedad, es decir, la existencia de un todo formado por dos realidades excluyentes, la rural y la urbana, remitiéndonos la primera a la continuidad de la tradición, la economía agrícola, el analfabetismo, la ignorancia y la pobreza; mientras se asocia la segunda con el progreso de las ciudades, la industrialización, el saber y la riqueza. Nada más engañoso, ya que campo y ciudad, como polos opuestos de un continuo, padecen los efectos de un subdesarrollo desigual inveterado, que se caracteriza por los fuertes contrastes socioculturales y la marginalidad en todas sus formas, por más que pretendan confundirnos las teorías neoliberales al uso.
Un desfile de trágicos personajes acontece en las páginas de La vida es otra cosa, dosificando la explosión final y el desenlace de un drama humano que nos recuerda el lado oscuro de la existencia, y evoca aquella triste paradoja que expone un personaje de Malraux en La condición humana: “La vida no vale nada, pero nada vale lo que la vida”. (Citado por Michel Zéraffa en Novela y sociedad, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1973, p.45). En ese ámbito de ruindades sin término, mujeres de tres generaciones personifican un amplio universo de posibilidades afectivas y emocionales, una inagotable riqueza de sentimientos y expresiones. Las hay valientes y dignas, como María, la campesina, madre de doce hijos que abandona a su marido Tito, cuando descubre que éste la engaña con una muchachita que ella llevó a su casa para
que la ayudara con los quehaceres domésticos. Las hay ingenuas, como Martina, madre de Miguel, incapaz de creer en los negocios turbios en que está involucrado su hijo. Las hay instruidas y ascetas, como Lurdes, la maestra del pueblo, que asume la voz de denuncia de nuestros males, cuando dice que “La vida es una trampa, una acechanza, una carrera en contra de la adversidad”. Las hay descarriadas, como Yudelka, la joven atractiva y ambiciosa que se prostituye para sobrevivir, y a quien el amor redimirá. Y hay otras que pagan el alto precio de llevar a cuestas un secreto, como Leticia, protectora y sufrida, mujer de Domingo y madre de Yudelka.
Si, por un lado, las mujeres asumen valores como el sacrificio, la abnegación, el pragmatismo, la astucia, la sensatez en momentos cruciales; los hombres, sus compañeros en ese interminable batallar por la supervivencia, encarnan las modalidades del macho, el buscavida, el esforzado, el buen hijo, el religioso, el asesino, el estudioso, el militar decente. Lejos de demonizar la condición masculina como un estigma de género que delataría un enfoque superficial, la autora hurga en las motivaciones y mentalidades de unos individuos cuyas vidas corren pareja suerte a la de las mujeres que aman o maltratan; hombres inmersos en una atmósfera de brutalidad y privaciones que los arrastra, como en el caso de Miguel Padilla, a la venta de droga y al clandestino negocio de los viajes a Puerto Rico. O como Chino, muchacho inteligente y hacendoso, desengañado en el amor, cuyo sueño es irse en yola a la vecina isla, porque vive deslumbrado por las expectativas e ilusiones creadas por el sueño americano. Por su lado, Tito es el marido infiel, pero también el intransigente campesino que protege a su hija del acoso sexual del coronel Ventura y es incluso apresado sin que pueda defenderse. En tanto que el Padre Cuso es el sacerdote consciente y humano, que toma partido por los oprimidos, dando con sus huesos en la cárcel.
De todos los personajes que aparecen en la trama novelesca, Tiburón –el frío y sanguinario asesino– alcanza una notable caracterización como prototipo de la crueldad y el resentimiento, cuya historia se remonta a los horrendos años de la dictadura de Trujillo, pero se gesta en los predios de la orfandad y el abuso. Hijo de nadie surgido de la nada, compendio de fealdad y desaseo, para Tiburón la violación y el crimen son instrumentos de venganza por las humillaciones sufridas. Hombres y mujeres, en fin, viven en circunstancias que corroen sus mejores energías físicas y espirituales, y mientras conduce a unos a la resignada paciencia de los que aguardan consuelo, lanza a otros a la desesperación y al vacío.
La vida es otra cosa, hija del talento de una auténtica artista de la palabra, es una vigorosa novela sobre la sociedad dominicana contemporánea. Es una obra electrizante y enriquecedora que se resiste a taxonomías y encasillamientos teóricos, cuya lectura se convierte en hontanar de fuertes experiencias humanas, o se transforma en un gigante espejo que refleja el lado oscuro e indeseable de nuestras realidades, pues junto a las bondades de un paisaje edénico donde el bienestar es privilegio de una minoría, se halla también la inclemente situación en que naufragan los olvidados de siempre.
Con la publicación de La vida es otra cosa —que debe llenarnos de orgullo y alegría—, Jeannette Miller demuestra nuevamente su versatilidad, su compromiso intelectual y su ascendente trayectoria literaria, a la que auguro nuevas y más altas conquistas en el porvenir.
Santo Domingo, miércoles 23 de agosto de 2006.
Friday, July 6, 2007
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