Wednesday, April 27, 2011

Una rebelde amorosa

Semblanza de Jeannette Miller, Premio Nacional de Literatura 2011

Por José Alcántara Almánzar


I

Hace dos años, Jeannette Miller ocupó este lugar para leer la semblanza de quien les habla cuando recibió Premio Nacional de Literatura que otorga la Fundación Corripio. Y esta noche, a riesgo de parecer asunto de reciprocidades y ditirambos mutuos, acepté la invitación de esta valiosa escritora y amiga, y vengo a decir unas palabras en su honor, con el orgullo y la satisfacción que solo puede sentir quien ha leído y estudiado a fondo su obra durante cuarenta años, siempre con respeto y admiración creciente, y porque sé que la comunidad cultural de nuestro país comparte el regocijo unánime por este reconocimiento, el más alto que se confiere en la República Dominicana a un hombre o una mujer de letras.

En este caso, una mujer cuyos atributos creadores e intelectivos abarcan la poesía, la novela, el cuento, la didáctica de la lengua, el periodismo cultural, la historia y la crítica de arte, en los que ha dejado obras axiales que la convierten en autora emblemática de su promoción, la llamada Generación del 60, en una personalidad representativa de la literatura dominicana de las últimas décadas. Y en el plano personal, su conducta de mujer auténtica, sincera, vertical, laboriosa, que ha sabido transitar sola, contra viento y marea, por el escarpado camino del quehacer crítico, enfrentándose a las conocidas limitaciones de nuestro medio, pero siempre con la frente en alto al mantener el difícil equilibrio entre el trabajo literario y la vida familiar, sin perder un ápice de su dignidad.

Antes que Jeannette Miller, solo dos mujeres han sido galardonadas con el Premio Nacional de Literatura: Hilma Contreras [2002], y María Ugarte [2006], ilustres escritoras que enaltecen las letras nacionales, y cuya obstinada longevidad hizo posible, aunque tardíamente, el inevitable homenaje.

El Premio Nacional de Literatura 2011 que esta noche entregamos a Jeannette Miller reviste entonces un doble significado: hacer justicia a una obra literaria y crítica indispensable y a una ética personal incuestionable, y ser conferido a una mujer excepcional que desde joven ha trabajado en arte y literatura, con tenacidad de hormiga y una determinación envidiable.

Se trata de una labor de alguien que no espera recompensas ni las busca, ni se envanece por los logros obtenidos; una mujer cuya vida es ejemplo de entrega al trabajo paciente y minucioso, con una probada abnegación por sus hijos, Manuel y Paloma, quienes constituyen dos poderosas razones para crear y escribir.

¿Qué podemos decir de Jeannette Miller, cuyo nombre arrastra ecos de otras lenguas, aunque es una dominicana raigal? Manuel Rueda, que acertaba en tantas cosas, en un prólogo delicioso la definió como una “rebelde amorosa”, para compendiar esa rara mezcla de agresivo talante y ternura esencial que ella reúne, cuyos descarnados versos nos golpean por su dureza, y al mismo tiempo una melancolía que cala en nuestro espíritu. Para los que no lo saben, ella pertenece a una familia donde el arte y la literatura formaban parte de los cimientos mismos de la vida hogareña. Julieta Otero, su abuela, era cantante de ópera. Su padre, Fredy Miller, fue poeta, narrador, declamador y periodista muy conocido, hasta que un mal día se esfumó de manera misteriosa en las aguas del Mar Caribe. Una desaparición que algunos ingenuos atribuyeron a un objeto volador no identificado, pero que tuvo todas las trazas de haber sido otro cruel zarpazo de la dictadura de Trujillo.

Abuela y padre, junto a la presencia de un honorable abuelo militar, dejaron en la pequeña Jeannette la firmeza, las inquietudes y el ejemplo que le sirvieron luego para crecer, desde aquella actriz infantil en La zapatera prodigiosa, pasando por la muchacha de mirada diáfana junto a un adolescente Miguel Alfonseca en Espigas maduras, hasta transformarse en una de las voces más auténticas de la literatura dominicana del siglo XX.

Se graduó de Licenciada en Letras en la Universidad Autónoma de Santo Domingo y ha sido profesora de varias generaciones, a las que entrenó en las técnicas de la ortografía y la redacción. Asimismo, a un vasto público que agradece sus orientaciones para entender y apreciar el arte dominicano de todos los tiempos. Su producción a lo largo de cuatro decenios es enorme, con cincuenta títulos de poesía, narrativa, historia y crítica del arte, veintidós trabajos realizados en colaboración con otros autores, y más de quinientos artículos en revistas y periódicos nacionales y extranjeros, que le han ganado reconocimiento internacional y numerosos galardones, incluyendo el Premio Nacional Feria del Libro Eduardo León Jimenes 2007, por su obra Importancia del contexto histórico en el desarrollo del arte dominicano. Cronología del arte dominicano: 1844-2005 (2006).

Como si fuera poco, haciendo gala de una vitalidad inusitada, ha sido jurado en casi todos los concursos nacionales de poesía, cuento y novela; colaboradora asidua de Casa de Teatro; consultora y asesora de instituciones culturales, centros y museos de arte. Podemos decir que su trabajo marca el inicio de una nueva etapa en la historia y la crítica de arte en nuestro país con su libro Historia de la pintura dominicana (1979). Su honestidad a toda prueba, sus vastos conocimientos, su valentía para decir las cosas, su sentido de equidad, su claridad expositiva, en fin, la convirtieron muy pronto en una orientadora por antonomasia, una referencia para los creadores plásticos, una voz autorizada para establecer esa tabla de valores a que aspiraba Pedro Henríquez Ureña, tan necesaria a la hora de situar en su justo lugar a los mejores y establecer las debidas jerarquías.

II

Hace muchísimos años, cuando intentaba estructurar una antología de la literatura dominicana para estudiantes de bachillerato, recuerdo que me impresionaron los poemas de Fórmulas para combatir el miedo (1972), un libro que la retrató como poeta aguerrida e iconoclasta, quien en un intento por definirse lanzaba sus versos al viento como disparos contra los falsos ídolos de una etapa oscura y desgarradora. Entonces, ahogando el grito, ella escribió: “Mi palabra, / mi verdad, / es esta vida hueca, sin engaños, / esta silla dura donde me recuesto abiertamente.” (“La silla”).

Esos instrumentos de lucha para sobrevivir ante el temor, trazados con los duros vocablos de quien se siente vulnerable pero aborrece las iniquidades sociales, fueron una especie de catarsis para exorcizar sus demonios, su angustia, su tristeza. En esos poemas ella deambula por calles de una urbe sucia y pestilente, donde todavía quedan restos del odio provocado por la guerra de abril. Para ella, la realidad externa no es una ‘hermosa flor envenenada’, sino un baldío de espinosos cactus. Ese libro presenta una cara distinta de la ciudad –la otra cara la ofrece El viento frío, de René del Risco, su compañero generacional ido a destiempo–, para proclamar su indignación sin deslizarse por la pendiente del panfleto, buscando refugio en su “mecedora enana”, en los “pesados muebles de caoba” de su casona colonial y los espacios húmedos donde calmaba su soledad y su amargura, con Botticelli y Chagall, Bergman y Polanski convertidos en iconos visuales, pero sobre todo con la dolorosa conciencia de ser una mujer vulnerable.

En esos inicios cruciales, cuando avanzaba a tientas por espacios ominosos, su sensibilidad oscilaba entre fuerzas antípodas. Vienen a mi mente dos nombres preclaros: Emily Dickinson, aquella poeta introspectiva y frágil de apasionada intensidad, que pocas veces se aventuró a salir de los predios de su casa de Amherst, Massachusetts, permaneciendo hasta su muerte recluida en su propia habitación. Y Simone de Beauvoir, aquella escritora sin pelos en la lengua para llamar a las cosas por su nombre, cuestionadora de ancestrales designios de la sociedad patriarcal y el dominio masculino que habían relegado a la mujer a una condición secundaria.

Luego de haber sentado su noción de la mujer como “piedra”, “tronco vital”, “madre de todo el orbe” en Fórmulas para combatir el miedo, prosiguió su exploración interior y del sujeto femenino en Fichas de identidad / Estadías (1985), donde profundiza en su concepto de la mujer, partiendo siempre de sí misma, en una dolorosa búsqueda que la lleva a redescubrirse mientras ausculta su ciudad, donde la muerte campea por sus fueros, provocando un vacío insoportable. Fichas de identidad recoge “Yografía”, poema en el que esboza un impactante autorretrato:

Yo / que necesito plantas, luz / palabras de ternura / que me siento a pensar en mi desgracia a plena tarde / medio masoquista / fea / profesora / Yo / que sólo con palabras presumo / me palpo / me proyecto / interpongo ideas a la carne / levanto largos muros de metal frío, devorante / entre otros y / yo / que tengo miedo a la locura, al vino, al entregarme / agarro mis recuerdos / una niña gorda, inútil, solitaria / casas de muñeca y tacitas de té / ráfagas de aire y de suspiros / entre mi abuelo no abuelo y sin mi padre / Yo / que encuentro en Franklin, Juan Francisco y otros / eso terrible que no tuve / que sé disponer letras, sílabas y nombres / cuidadosamente, agresivamente / Yo / estoy harta de mí.

En este libro, los versos de Jeannette Miller, cáusticos y ardientes, dibujan muy bien el drama de género en la sociedad contemporánea. Han pasado más de sesenta años desde la publicación de El segundo sexo (1949), sin que se hayan podido erradicar las discriminaciones contra la mujer, las manipulaciones que la convierten en una “tuerca más en nuestra pobre maquinaria”, ni hayan disminuido las veleidades de la moda o el consumismo. Para hablar de Jeannette Miller como poeta hay que emplear, pues, “el lenguaje de la pasión” –como dijo Mario Vargas Llosa que dijo Octavio Paz de André Breton cuando murió–; porque, mutatis mutandis, hay una febril intensidad en la poesía de nuestra escritora.

III

Cuando uno repasa su contribución a la historia y la crítica de arte en la República Dominicana, no puede menos que quedar asombrado ante una labor en verdad extraordinaria, tan exhaustiva, profunda y analítica, donde se ponen de relieve los hechos que han jalonado el desarrollo de las artes visuales de nuestro país, así como las expresiones más sobresalientes de la plástica nacional.

Su labor de investigación, estudio y divulgación del arte dominicano desde que comenzó a publicar en las páginas del suplemento sabatino de El Caribe, bajo la égida de su mentora y madre espiritual doña María Ugarte, prueba su entrega a la dilucidación de los asuntos medulares del ser dominicano en el arte nacional, su incansable búsqueda de un perfil de la dominicanidad, su tenaz indagación sobre los rasgos de una identidad que muchos proclaman y pocos comprenden, por tratarse de un concepto que engloba heterogeneidades, contradicciones y diferencias abismales entre la colectividad histórica a la que pertenecemos.

En este sentido, sus ensayos y artículos críticos, que van del comentario de una exposición individual o colectiva al estudio monográfico de una personalidad sobresaliente, constituyen auténticos hitos en el panorama cultural criollo, que ella ha sabido vincular con otras expresiones antillanas y continentales. Pero no sólo eso, sino también la presencia de la mujer en las artes visuales, la literatura y el pensamiento dominicanos, y la relación entre poesía y pintura, como consta en su libro Textos sobre arte, literatura e identidad (2009).

Nuestra distinguida autora ha fijado su atención en los pequeños y los grandes artistas del país, por entender que forman parte de un corpus distintivo en el concierto de las artes plásticas hemisféricas. De todos esos trabajos, hay que destacar su acierto al ocuparse de personalidades cimeras: Gilberto Hernández Ortega, José Vela Zanetti, Paul Giudicelli, José Rincón Mora, Noemí Ruiz, Gaspar Mario Cruz, Domingo Batista, y Fernando Peña Defilló, maestro de sólida formación intelectual, un artista que abrillanta con sus cuadros cada una de las portadas de los libros de Jeannette, diseñados con el esmero que sólo Ninón y Lourdita Saleme poseen.

IV

Si he dejado para el final unos breves comentarios sobre su obra narrativa es porque ya era una autora consagrada cuando publicó su primer libro Cuentos de mujeres (2002), seguido por la novela La vida es otra cosa (2005), y A mí no me gustan los boleros (2009), galardonado con el Premio Anual de Cuento.

Cuentos de mujeres presenta el mundo de la mujer dominicana en una sociedad autoritaria, visto con los ojos de las mujeres o contado por éstas. Los cuentos de Jeannette están llenos de hermosas insinuaciones y sutiles matices, que van del tono confesional a la remembranza íntima, del coloquialismo barrial a la narración objetiva. Pero, en cualquier caso, las mujeres descuellan siempre como figuras principales de la ficción. Son sus vidas las que verdaderamente cuentan, inmersas en una época de valores tradicionales.

Este orbe narrativo se caracteriza por el tono directo, escueto, de fuertes pinceladas con las que se describe una situación y se ofrece el esbozo de un personaje. Aborda los temas con pulso seguro, sin dejarse tentar por las digresiones. Algunas de las mujeres de sus cuentos viven el erotismo con el mismo desenfado y la misma insolencia que muchos hombres asumen su sexualidad, de ahí que la autora nos ofrezca, sin tapujos de ninguna índole, una mirada sincera, despojada de eufemismos; de ahí también las groserías en boca de sus personajes, para escándalo de lectores aquejados de moralina.

Respecto a La vida es otra cosa, en un ensayo he dicho que constituye un amplio fresco de tonalidades goyescas sobre la sociedad dominicana contemporánea. O, para decirlo con un símil autóctono, evoca una de esas magistrales pinturas de Hernández Ortega, pobladas de siluetas que emergen de la oscuridad de la noche con todo su dolor y desvalimiento. Aunque se han escrito en nuestro país muchas novelas de temática social, algunas de ellas muy buenas, me atrevería a decir que La vida es otra cosa marca la diferencia entre un ‘antes’ y un ‘después’, ya que sería difícil encontrar una obra de notable factura cuyo autor universalice, como lo hace Jeannette, el drama de las clases oprimidas y lo haga al margen de sentimentalismos y denuncias ideológicas, sin caídas en el manejo del lenguaje, a través de una densa estructura, nítida y fluida, en la que los personajes integran una especie de coro griego en esa inacabable tragedia que es la vida en nuestras remotas y olvidadas comunidades del interior.

La vida es otra cosa es una novela cruda, pero diáfana, de una concisión ejemplar, cuya lectura, una vez iniciada, no da respiro, atrapándonos con un puñado de historias personales que se entrecruzan sin cesar. Al escribir su novela, ella supo eludir los engañosos procedimientos del neorrealismo social que tantas obras ha malogrado, para construir un texto literario de una sobriedad impresionante. En fin, La vida es otra cosa es una vigorosa novela sobre la sociedad dominicana contemporánea. Es una obra electrizante y enriquecedora que se resiste a taxonomías y encasillamientos teóricos, cuya lectura se convierte en hontanar de fuertes experiencias humanas, o se transforma en un gigante espejo que refleja el lado oscuro e indeseable de nuestras realidades, pues junto a las bondades de un paisaje edénico donde el bienestar es privilegio de una minoría, se halla también la inclemente situación en que naufragan los olvidados de siempre.

Creo haberme extendido más de lo previsto en esta semblanza, por lo que solo me resta expresar mis sentidos parabienes a Jeannette Miller, nuestra autora galardonada con el Premio Nacional de Literatura 2011, y congratular a los miembros del jurado, y especial a la Fundación Corripio, en la persona de su presidente, don José Luis Corripio Estrada, por este acierto tan esperado y aplaudido, y exhortarle a mantener su patrocino al más alto galardón con el que se reconoce a un autor en nuestro país, por la labor de toda una vida de entrega a la literatura.

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